Juega al equívoco, con ironía, el activista Nate Parker al encabezar su primera película como el clásico “El nacimiento de una nación”. Comparte su obra título con la de Griffith, frente a la que se sitúa, sin embargo, en las antípodas ideológicas.

Si la obra de 1915 glosaba la grandeza de la nación emergida de la guerra de secesión, denostando a la raza negra, esta repasa las penalidades infringidas por los blancos, dejándolos en un lugar de justificación imposible.

Parker repasa la rebelión contra la injusticia de un esclavo negro sucedida en 1831. Y parece basar en aquellos sucesos, la toma de conciencia de la comunidad negra en pos de una emancipación todavía no plena.

También, parece señalar cómo el ideal romántico de nación esconde a la hora de ser llevado a la práctica un buen conjunto de crímenes y cadáveres en el armario.

La parte inicial y de mayor metraje de este film emplea un ritmo descriptivo para aclarar qué significa esclavitud en carne propia, qué es el derecho de pernada. Qué proyección personal sigue a la oportunidad de aprender a leer, o qué limitaciones siguen a no tener dicha opción.

Para la parte final quedan la acción, la rebelión y el aplastamiento. Y cinco minutos finales realmente magníficos en los que no se ahorra detalle sobre el horror del ahogamiento con soga como forma legal de asesinar a una persona. Y como la identificación en un par de ojos que no son de uno sino de todos. Que pertenecieron a un rebelde ascendido a mártir. Y que se multiplica en la mirada de futuros alzados que recogieron el testigo.

Parker ha dejado constancia de los atropellos sufridos. Ha infringido angustia y sensación de impotencia al espectador, para culminar en miradas desafiantes y decididas hacia un objetivo justo.

Inaki Lancelot