CORROSIÓN

El cine lo permite. Se trata de reflejar la realidad desde la ilusión. En este caso, nuestra actualidad económica, la que cita a la prensa en juzgados y refiere robos a manos llenas, desfalcos sin pistola y ninguna pena.

Y puede causar mayor sensación un retrato no realista, nunca periodístico. Una fantasía de aire onírico que capte la esencia de la podredumbre. Que refleje el deseo íntimo de que los culpables penaran con cárcel y lo robado fuera repuesto.

En su tercera película, Víctor García León, evita al ladrón, que ni siquiera aparece en pantalla. Apunta al hijo del encarcelado, al producto incapaz, según palabra textual del delincuente, que ha engendrado y criado ¿a su semejanza? Un pijo caído en desgracia que ve su mundo desaparecer cuando su padre se convierte en vecino ilustre de la penitenciaría de Soto del Real.

Aquí es donde la interpretación de Santiago Alverú brilla, creando un personaje que se hace entrañable mientras la cámara lo hace trizas. Mientras declama principios que definen su impersonalidad y se remanga en el fango. Cuando su deambular expone la ausencia de escrúpulos y una combinación contradictoria entre hiper e insensibilidad. Un poder acomodaticio tan naif como absolutamente enternecedor.

La película equivale al sueño prohibido de encontrarse a un antiguo ministro y presidente del FMI, ajado y sucio, pidiendo limosna una noche en una acera de la Gran Vía. Aunque esta no aparece en el film, porque el protagonismo lo toma el barrio de Lavapiés, el encanto multiétnico, pero también la ideología sobreactuada.

García León ha tenido la capacidad de contarlo todo a su manera, con un ambiente de fin de fiesta. Elaborando una obra de estilo personal. Tan divertida como corrosiva. Tan libre de contención como finalmente afectuosa con sus personajes. Magnífica.

Inaki Lancelot